Días ya que el concepto de “inclusión” resuena en mis oídos y
me produce cierta incomodidad; la semana pasada una mujer colombiana afrodescendiente
decía elocuentemente ante un auditorio internacional “no queremos que nos
incluyan…”. Lo anterior me motiva a
reflexionar y escribir unas líneas sobre uno de los conceptos posiblemente más “populares”
y “políticamente correctos” de nuestros tiempos.
De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, “incluir”
significa “Poner algo dentro de otra cosa o dentro de sus límites”. Conforme a esta definición, en primer lugar “alguien”
pone “algo”, es decir, existe un sujet@ con poder para poner a ese algo =
alguien “dentro” de otra cosa, o de sus “límites”. En otras palabras, alguien (individual o
colectivo) tiene el poder para decidir incluir (o no) a otr@ (individual o colectivo), y lo
hará dentro de lo “normando” – los limites- y “normalizando” su existencia en
función a su orden, su verdad y manera de ver las cosas.
La “inclusión” entonces resulta siendo un acto que lejos de
cuestionar el orden hegemónico y los poderes jerárquicos, muchas veces los
reafirma y los legitima con un toque de benevolencia. Quien incluye decide a
quién, cuándo y cómo incluir, sin que ello amenace su poder. A través de la inclusión se reproducen así relaciones
desiguales, de subordinación y endeudamiento, ya que el/la elegid@ no puede sino
estar en deuda de por vida con quién tuvo el gesto benevolente de incluirl@ y
otorgarle legitimidad, en un orden además considerado superior. En ese contexto la “subordinación voluntaria”
resulta en una manera de demostrar al/la otr@ agradecimiento y “ponerse a su
servicio” incondicionalmente para devolver el favor…
Es más, el/la incluid@ será puesto a prueba permanentemente,
pues además debe demostrar que merecía ser incluid@, pues quien incluye también
tiene el poder de excluir…
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